sábado, 13 de febrero de 2016

 
 La huida de la insubordinación: sobre rupturas y continuidades de modelos de producción. 

   Luis A. Escobar (2006)

  
  En este trabajo se intentará establecer una aproximación, a través de una indagación bibliográfica, al análisis de los modelos de producción -junto con los patrones de dominación concretos que generan- que se construyen desde la posguerra hasta la década del noventa del siglo XX.
  Para ello se tendrá en consideración cómo se comienza a conformar un nuevo modelo de producción que comienza a cristalizar definitivamente después de la segunda guerra mundial (primer punto) y comienza a hacer crisis a fines de los sesenta y setenta (segundo punto) para reestructurarse paralelamente en ese mismo período y aparecer con una nueva forma, aunque aún no definida, en la década del ochenta y principios de los noventa (punto tres).
Si bien no se trata de un trabajo exhaustivo y con conclusiones cerradas –dadas las modalidades mismas intencionadas a explorar- se recurre a algunos ejemplos concretos para lograr establecer un buen anclaje para el relato.

.Construcción e imposición de un nuevo patrón de dominación.-
Retomando el planteo de Holloway, la adopción de políticas keynesianas formó parte importante del establecimiento de un nuevo modelo de relación capital – trabajo.
Esta relación comenzó a construirse a partir de una innovación fundamental que introduce en EEUU Henry Ford: el contrato de cinco dólares por día de trabajo (1914); esto, para Holloway, constituye un reconocimiento implícito de la dependencia del capital respecto del trabajo y un intento de reformular el poder del trabajo[1] (el poder de no trabajar) a través de una demanda monetaria de mercancías.
La gradual consolidación de una producción fordista estaba asentada, en tal caso, sobre un intercambio entre un alto nivel de alienación en el trabajo y un consumo creciente después del trabajo.
La difusión del fordismo, como nueva relación en el trabajo, trajo aparejada un nuevo tipo de obrero en masa[2]. Pero a su vez, el trato fordista había situado al salario como punto central en esta nueva relación. Como efecto incluido, las luchas ya no se situaban en la producción, sino, en la recompensa monetaria. La derivación final del contrato fue la organización de los obreros en masa en sindicatos, que tendrían como objetivo central, la negociación de niveles más altos de recompensa, el reconocimiento de estos sindicatos y la institucionalización de la negociación colectiva del salario.
Fue así que el descontento de los trabajadores –representado en el poder del trabajo- fue transformado en demanda y regulado a través de contratos salariales anuales. Los sindicatos se convirtieron en los administradores del descontento canalizando el conflicto hacia la forma de demanda monetaria para ser negociada en el proceso del contrato salarial.
Esta relación que tomaba forma en los EEUU, aún más concreta en la década del treinta[3], entre capital y trabajo, -forjada por la presión social y con fuerte resistencias-,tenía una fuerte competencia de modelos alternativos[4], y, sobre todo, las condiciones decisivas no habían sido establecidas.
La nueva relación lograría traducirse definitivamente a través de la segunda guerra mundial, ya que fue “(...) la culminación de los esfuerzos de reestructuración del período de entre-guerras (...) por primera vez en cerca de cincuenta años, el capital tenía las bases sobre las cuales podrían proseguir la acumulación y la explotación con vigor, una base sobre la cual podrían construir una nueva apariencia de estabilidad (...)”. (Holloway, 1994: 51-52)
El cambio en las relaciones fue posibilitado por la depresión, el fascismo y la guerra que, a su vez, se combinaron con las innovaciones administrativas asociadas al fordismo y las nuevas tecnologías, para posibilitar finalmente el despegue de un nuevo modelo de acumulación y un nuevo patrón de dominación.
El firme establecimiento de una nueva relación entre el Estado y la economía (como el que Keynes, Beveridge, Roosevelt y otros reformadores del período entre–guerras pensaron) pudo ser exitosa solamente sobre las bases del cambio en las relaciones de trabajo.
La nueva ortodoxia consistía en que el Estado debía asumir responsabilidad por la economía, interviniendo donde fallara el mercado, para estimular la producción y mantener el pleno empleo. El rol del Estado en tiempos de crisis era administrar la demanda, estimulándola a través del financiamiento deficitario –gasto estatal basado en la expansión del crédito-.
La intervención del Estado en la economía implicaba que, mientras que en el mercado el “plusvalor” producido por los trabajadores es distribuido entre los capitales individuales, ahora el Estado canalizaba una porción significativa de aquel a través de la imposición fiscal (en cualquier forma) y la reorientaba a través del gasto para proveer las mejores condiciones posibles para la acumulación del capital.
Lo novedoso de esto no radica en esta función en sí –que es característica de cualquier Estado capitalista-, sino en la escala en que ésto era legítimo y, también, en la canalización de los derechos monetarios sobre el “plusvalor” futuro a fin de mantener condiciones favorables para la producción de plusvalor. La administración de demanda significaba el uso del crédito y, a través de esto,  la creación de derechos monetarios sobre el plusvalor aún inexistentes, con el objetivo de estimular la acumulación. Inherente a este proyecto era el divorcio entre acumulación monetaria y acumulación real. 
Las presiones por los salarios más altos ya no se veían como una amenaza a las ganancias, sino que era una posibilidad de demanda de mercancías –el trabajo pasa a ser dos extremos dentro del aparato productivo, fuente de producción y fuente de demanda-: “El poder del trabajo fue reconocido en la forma de la demanda [mediada por los sindicatos-L.E.] y la administración de la demanda se convirtió en la meta principal de las políticas estatales (...) el poder del trabajo fue reconocido, contenido y aprovechado para convertirse en una fuerza de desarrollo capitalista.” (Holloway, 1994: 57)
Por otro lado, es importante considerar que un rasgo fundamental de la posguerra fue la posición predominante de un Estado, EEUU. Esto posibilitó el establecimiento de formas internacionales de regulación que no eran posibles en el período anterior[5]. Estas nuevas formas tuvieron una doble función: consolidar la posición dominante de EEUU y proveer una base internacional más estable para la acumulación del Capital[6].
Así Bretón Woods (1944) estableció que el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Acuerdo General de Aranceles y Comercios (GATT) de 1947 y, finalmente, el Plan Marshall, fueran componentes de esta estrecha vinculación de lo económico y lo político en el nivel internacional –parte fundamental de la estabilidad de posguerra-. Es decir, el establecimiento de un sistema monetario internacional sentó las bases de una versión internacional de la expansión inflacionaria del crédito, la cual ya había consolidado un consenso a nivel nacional en EEUU.[7]
Ahora los movimientos de ataque y de defensa del Capital estaban estrechamente coordinados a un nivel nacional e internacional.
El modelo de producción fordista en masa se había establecido entonces, no sólo en EEUU, sino en Europa después de la guerra, a través de las economías de escala nacionales. Esto trajo un marcado incremento de la productividad con un trasfondo de estabilidad que hizo posible, en los años cincuenta, decir al Primer Ministro británico Macmillan “jamás la han pasado tan bien”. 

.El  fin de una relación: la crisis.-
A fines de los sesenta las relaciones capital–trabajo comenzaron a desintegrase. El equilibrio que había conseguido el keynesianismo, en tanto patrón de dominación, con el establecimiento de un nuevo modelo de relación había variado.
La crisis del keynesianismo fue la crisis de un patrón particular de contención del poder de trabajo, la relación previamente establecida entre capital y trabajó se fracturó.
La alienación bajo los métodos de producción fordista -con un grado sin precedentes de trabajo repetitivo no calificado- alcanzó, en tanto contradicción, niveles extremos, y se expresó como una rebelión, no por el control del trabajo, sino contra el trabajo como tal.
Frente a la rigidez y la rebeldía, el dinero era el gran lubricante. La negociación de incrementos salariales fue el principal medio por el cual las administraciones de las empresas superaban sus propias rigideces, e introducían cambios en las prácticas laborales.
Conforme la protesta contra el trabajo crecía, la canalización del descontento se tornó al mismo tiempo más efectiva y costosa. El control salarial y el control del poder sindical llegaron a ser la preocupación dominante del período.
 A pesar de la lucha de la clase obrera, la tasa de la explotación no descendió. La creciente mecanización del proceso de producción hizo el trabajo más productivo, de manera que el plusvalor apropiado por el capital continuó incrementándose. Lo que cambió fue que la explotación se volvió mas costosa para el capital, debido a que el capital invertía cada vez más en maquinarias y materia primas con el fin de explotar más efectivamente a los obreros. Entonces la tasa de ganancia bajaba, mientras que, contrariamente, crecía la tasa de explotación.
Otra característica del aumento de los costos de explotación –pero esta más novedosa- fue la expansión del Estado, que trajo aparejado costos muy grandes para el capital. Los gastos del Estado constituyeron una deducción del plusvalor disponible para la acumulación (ver arriba, pág. 3). El Estado keynesiano de posguerra contribuyo tanto a la efectividad como a la estabilidad de la explotación, pero tuvo su costo.
El costo final de la contención del poder del trabajo fue la inestabilidad monetaria latente. La expansión del crédito había sido la clave para mantener la estabilidad social del patrón keynesiano de bienestar.
Sin embargo, la expansión del crédito no era plenamente controlada por los Estados nacionales, principalmente por dos razones: por un lado, la creación del crédito durante la posguerra surgió principalmente de la expansión de los préstamos bancarios al sector privado (ya sea en créditos de producción para empresas[8] o en créditos de consumo proporcionados a los individuos); por otro lado, esta expansión crediticia fue exacerbada por el desarrollo de un mercado de dólares fuera de EEUU (los llamados “eurodólares”), creando reservas ajenas al control estatal que precarizaron la convertibilidad del dólar en oro. Como corolario, las monedas nacionales -al estar atadas al dólar mediante tasas fijas de cambio- comienzan a generar desequilibrios crónicos en las balanzas de pagos, conduciendo a una especulación intensa contra las mismas.  
La cronología es harto alusiva al respecto: 1967: especulación y devaluación de la libra esterlina; 1971: la administración Nixon denuncia la inconvertibilidad del dólar en oro; 1973: abandono del principio de tasas de cambio fijas.
El ascenso del descontento y la caída de las ganancias resquebrajaban por todos lados la instancia keynesiana de “conciliación armoniosa” de la conflictividad social -que garantizaba el desarrollo capitalista-. La destrucción del sistema monetario y financiero de Bretton Woods acabó con el relativo aislamiento, elemento esencial para la concepción keynesiana de la intervención estatal. Las tensiones encontraron su expresión en la aguda recesión de 1974-1975[9]: caída estrepitosa de la producción en todos los países principales, la inflación y el desempleo se elevaron y el flujo de “petrodólares” dentro del mercado de eurodólares acrecentó la volatilidad del sistema monetario.   
En este contexto, los países más industrializados adoptaron la decisión de incorporar políticas nacionales de restricción de la emisión monetaria y del gasto fiscal tendientes a erradicar la inflación. Esta fórmula mostraba la nueva preocupación de los gobiernos por establecer el equilibrio de sus cuentas externas y los primeros indicios de una nueva perspectiva económica[10].
Así el capital en su forma líquida de dinero, rompe las relaciones previas (con el Estado y con el proceso productivo en general[11]), desempeñando un papel central para la ruptura y reestructuración de los patrones de dominación.

.Hacia un nuevo modelo.-
Mientras que el patrón de dominación keynesiano entra en una decadencia terminal, vinculada a la desintegración de la relación capital-trabajo traducida en el modo de producción fordista, también en paralelo esta asociada a “(...) la reestructuración más general de la economía mundial que ha venido ganando terreno desde mediados de los setenta.” (Jessop, 1999: 93)
Estos cambios de tendencias se pueden agrupar bajo la denominación de postfordismo[12], entre las cuales se presentan: el surgimiento de nuevas tecnologías nodales como fuerzas motivadoras y portadoras del crecimiento económico continuado y  la competitividad estructural; el avance acelerado de circuitos globales de flujos de capital monetario y real; el cambio de paradigma de un modelo fordista de crecimiento (basado en producción masiva, economías de escala y consumo de masas) a un modelo orientado por una producción flexible, la innovación, las economías de alcance, las rentas de innovación y patrones de consumo en rápido cambio y diferenciación; redefiniciones de la jerarquía macroeconómica global hacia el reconocimiento de la importancia central de tres polos supranacionales de aumento (basados en las hegemonías regionales de EEUU, Alemania y Japón) en creciente interpenetración, así como cambios en las jerarquías nacionales dentro de las regiones de esta “tríada de poder”, y el resurgimiento gradual de economías regionales dentro de las economías nacionales.
El aumento del papel de los sistemas estatales supranacionales (evidenciados en su interés por fomentar la competitividad estructural dentro de los territorios en que se mueven), el papel más fuerte del Estado local (con un mayor énfasis en la regeneración económica, la competitividad y las nuevas formas de asociación local para orientar y promover el desarrollo de los recursos locales) y una creciente vinculación entre los Estados locales a nivel de una cooperación transfronteriza, llevan al “vaciamiento” del Estado-nación: las capacidades para traducir su autoridad y soberanía en un control efectivo están limitadas por un complejo desplazamiento de poderes, aunque mantiene muchas de sus funciones de dirección central (incluyendo los atributos de la autoridad ejecutiva central y de la soberanía nacional así como los discursos que lo sostienen).
En este contexto, se puede hablar de la emergencia del Estado de Trabajo Schumpeteriano (ETS) como forma del Estado capitalista contemporáneo para responder a las tendencias de crisis del patrón de dominación keynesiano y para desempeñar funciones en una economía abierta.
Sus rasgos específicos son el interés explícito (en materia de política económica) en promover las diversas condiciones que producen ofertas de innovación, economías de alcance y competitividad estructural, y el interés (en materia de política social) de promover la flexibilidad, reconversión y  competitividad del mercado laboral (que en cuanto al salario se observa el paso de entenderlo como fuente de demanda a concebirlo como costo de producción). Es así que se da, por parte de los Estados, el abandono de las preocupaciones redistributivas basadas en la ampliación de los derechos al bienestar en favor de unos intereses más productivistas y ahorradores de costos en una economía abierta.
En general toda la intervención económica tomo forma del desarrollo orientado más por la oferta que la demanda. “El ETS ... se compromete a intervenir el lado de la oferta para promover la innovación permanente y mejorar la competitividad estructural; y va más allá del simple recorte del bienestar social para reestructurarlo y subordinarlo a las fuerzas del mercado” (Jesoop, 1999: 86)
Dentro del marco propuesto para el ETS, surge en la actualidad el modelo hegemónico llevado a cabo por EEUU y denominado workfare state. Éste se puede entender como “trabajo asalariado ciudadano”, que en EEUU se orienta a insertar al receptor de la ayuda social en el mundo del trabajo (aunque este sea precario) como forma de acceso a servicios sociales y subsidios a familias pobres y/o monoparentales[13], los cuales fueron modificados en los ’90[14]: se descentralizaron hacia los estados de la Unión y se establecieron rigurosas condiciones laborales para su concesión (los perceptores deben conseguir empleo inmediatamente y participar en programas de formación laboral o servicios comunitarios), que de todos modos acaba a los dos años, con un límite acumulativo de cinco años; si no observan esas condiciones o reinciden en delitos o adicciones, son sancionados (reducción o supresión del subsidio).
 De esta forma se busca obtener el trabajo flexibilizado y forzado de la mano de obra poco calificada, la cual ya no puede complementar su ingresos (en disminución desde los ’80) con los proveídos por las anteriores políticas asistenciales: se incrementa así la precariedad y pobreza masivas y crece aceleradamente las desigualdades que alimentan la segregación y la criminalidad.

        La difusión de dicho modelo responde, en última instancia, a la importancia del Estado norteamericano en su actuación e intervención discrecional en la economía globalizada, creando una nueva y compleja relación sistémica entre Estado y Capital: la dominación estadounidense global se lleva a cabo mediante la reproducción inducida de la forma del poder imperialista dominante en el interior de cada formación nacional y de cada Estado (y este último se responsabiliza de mantener fluidas las relaciones complejas del capital internacional con la burguesía local, en el contexto de lucha de clases y formas políticas e ideológicas nacionales que se enmarcan en una coyuntura mundial dada).
La fuerte expansión de las multinacionales y capital financiero estadounidenses a fines de los ’60 y principios de los ’70 se encontraba ante “una sublevación generalizada a escala mundial contra el imperialismo estadounidense” (Panitch, 2000), junto con propuestas radicales y anticapitalistas que intentaban democratizar y controlar la economía; es por esto que el préstamo del FMI a Gran Bretaña en 1976 constituyó la primer gran ruptura, ya que impuso (mediante la intervención del departamento del Tesoro de EEUU) la preferencia del capital financiero por la estabilidad de los precios y la inversión privada frente a la política económica radical sostenida por el partido laborista.
Además, el principio de supervisión y regulación estatal de los sistemas financieros (internacionales y de cada país) sufrieron una “americanización” de sus normas, mediante los esfuerzos de los departamentos de Defensa y del Tesoro norteamericanos (y su proyección a través de los mediadores internacionales de su hegemonía: Fondo Monetario Internacional, Organización Mundial del Comercio, Banco Mundial) por alcanzar tratados internacionales y acuerdos cooperativos en la materia desde 1974[15].
La huida del capital que ha moldeado al mundo de las últimas décadas, no parece haber logrado una nueva subordinación del trabajo suficiente para crear una base para un nuevo período de expansión capitalista. A pesar de todo lo dicho sobre la reestructuración del proceso de trabajo y de la nueva sumisión del trabajo, la importancia del flujo de capital líquido y la expansión continua del crédito y de la deuda como forma de mantener el capitalismo sugieren que la sociedad (todavía) no ha sido reestructurada lo suficiente como para asegurar un nuevo período de subordinación-y-acumulación.  



.Bibliografía:

-ARCEO, E. (2002). “Hegemonía norteamericana, internacionalización financiera y productiva, y nuevo pacto colonial”, en Ceceña, Ana Esther y Sader, Emir (coords.). La Guerra Infinita. Hegemonía y Terror Mundial. CLACSO. Buenos Aires.

-JESSOP, B. (1999). “¿Hacia un Estado de Trabajo Schumpeteriano? Observaciones preliminares sobre la economía política postfordista.”, en Crisis del Estado de Bienestar. Siglo del Hombre Ed., Colombia.

-HANDLER, J. (2000) “¿Reformar o deformar las políticas de asistencia social?”, en NLR Nº 5. Akal, Madrid.

-HOBSBAWM, E.(1998), Historia del siglo XX, Ed. Crítica, Barcelona.

  -HOLLOWAY, J. (1994). “Se abre el abismo. Surgimiento y caída del Keynesianismo”, en Marxismo, Estado y Capital. La crisis como expresión del poder del trabajo. Fichas Temáticas de Cuadernos del Sur.

-LETTIERI, A. (2004). La civilización a debate. De las revoluciones burguesas al neoliberalismo. Ed. Prometeo, Buenos Aires.

-PANICHT, L. (2000). “El nuevo Estado imperial”, en NLR N° 3. Akal, Madrid.

-TORRES LÓPEZ, J. (2000). “Las políticas frente a la crisis” y “El efecto perverso del neoliberalismo: la crisis de los noventa”, en Desigualdad y crisis económica. Sistema, Madrid.








[1] El autor argumenta que hay una conformación del “poder del trabajo” a partir del poder de los explotados para resistir la explotación, es la fuente constante de la reproducción de la inestabilidad del Capital, que si bien entonces controlaba la vida de los trabajadores también dependía de su trabajo para su supervivencia.

[2] En contrapartida de la especialización creciente que estaba impregnando el mundo del trabajo, el obrero en masa representaba una cantidad de mano de obra no calificada trabajando en grandes fábricas. Las mismas estaban montadas sobre una fragmentación del trabajo en tareas minuciosas y finamente calculadas, y la siguiente integración de esas tareas a la operación de maquinaria dedicada a un proceso específico. Esto conformó una producción masiva y muy poco flexible, sencillamente, rígida.

[3] Y que comenzaba a tener su correlato político –difuso, contradictorio y aún poco estructurado- en el New Deal de Roosevelt; el “nuevo partido (reparto)” aún no estaba establecido. 

[4] “(...) los acontecimientos del período 1929-1933 hicieron imposible, e impensable, un retorno a la situación de 1913. El viejo liberalismo estaba muerto o parecía condenado a desaparecer. Tres opciones competían por la hegemonía político-intelectual. La primera era el comunismo marxista (...) la segunda opción era un capitalismo que había abandonado la fe en los principios del mercado libre, y que había sido reformado por una especie de maridaje informal con la socialdemocracia moderada de los movimientos obreros no comunistas (...) La tercera opción era el fascismo, que la depresión convirtió en un movimiento mundial o, más exactamente, en un peligro mundial.” (Hobsbawm, 1998: 114) 
[5] Breton Woods fue un sistema basado en acuerdos entre los estados que otorgaba a EEUU un lugar hegemónico ya que estaba construido alrededor del reconocimiento del dólar como moneda internacional clave. Esto fue posible por la arrolladora fuerza del capital estadounidense , claramente establecida después de la guerra. El dólar y el oro se establecieron como moneda internacional, siendo el dólar convertible en oro, en una paridad fija. Las monedas nacionales fueron atadas al dólar por tasas fijas de intercambio, que podrían ser alteradas solamente en caso de desequilibrio fundamental: el nuevo Fondo Monetario Internacional iba a proporcionar dinero para superar desequilibrios a corto plazo. El sistema estaba orientado a posibilitar en cada país el control del capital financiero y la asunción del rol central del capital productivo con el apoyo –en virtud de garantizar el pleno empleo- de la clase obrera. (Arceo, 2002:69 y Holloway 1994: 66)

[6] La integración más intensa de los Estados dentro del circuito del capital hace que aquellos no sólo traten de desviar flujos de capital (dado que los flujos del capital son inherentemente internacionales) a sus territorios particulares, sino que también existan como modos particulares de regulación dentro de dichos flujos, esto implica que cualquier falla en cualquier Estado puede crear problemas en el conjunto del circuito internacional del capital.

[7] En 1933 la administración Roosevelt abandonó el patrón oro, desvinculando la administración de la economía nacional de las presiones del mercado mundial, lo cual permitió a dicho gobierno responder a la intensa presión social.

[8] La expansión crediticia creció en la medida en que el capital buscó salidas alternativas a la inversión productiva, es decir, salidas más rentables y seguras que contrarrestaran la tasa decreciente de ganancias.

[9] La caída de Bretón Woods precipito a los países productores de petróleo, reunidos en la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo), a cuadriplicar el precio del barril de petróleo crudo en 1973, lo que derivó en el colapso de los países dependientes de dicha materia prima para el funcionamiento de sus economías. La subida del precio del petróleo (con picos en 1973 y 1979) que determinaba definitivamente la generalización de los tipos de cambio flexibles, más la inflación acentuada y el desempleo, contribuyeron a conformar un fenómeno denominado desde entonces como “estanflación” (consolidación de un círculo vicioso impregnado de inflación crecientemente descontrolada y el estancamiento constante de la economía).

[10] De hecho fue la fórmula definida en la Conferencia de Tokio en julio de 1979, en el marco del Grupo de los Cinco -Alemania, Japón, Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña-. (Lettieri, 2004: 425)

[11] Recordemos que el dinero –a través del salario- era un punto central del contrato fordista de producción.

[12] Es interesante observar que postfordismo puede aplicarse en tanto el desarrollo implica continuidades y discontinuidades en un modelo de producción y un patrón de dominación; así mientras las continuidades están dadas por las crisis del fordismo y el keynesianismo, las discontinuidades son introducidas por los cambios propios de la reestructuración.  

[13] En cuanto a la asistencia social, es importante recalcar que en el desarrollo histórico de los Estados Unidos aquella no se articula en el reconocimiento de un derecho general (universal), sino en una serie de derechos de grupos individuales en la escala social: ancianos, madres solas, desocupados, etc. Lo que prima es una idea de reciprocidad, ya que a cada beneficio le corresponde una prestación. Esto se debe a que la pobreza (y sus consecuencias) no es concebida como un elemento estructural sino como una problemática individual.

[14] Desde 1980 el sistema político ha estado obsesionado por la reforma de estas políticas (políticas que se vieron cada vez más recortadas debido al aumento y el desvío hacia los gastos militares). Pero, dado los considerables cambios económicos implementados durante esta década, los subsidios se mantuvieron (auque bajo un amplio cuestionamiento) y sirvieron, no sólo para la contención frente a los aquellos, sino también, como “pararrayos” ya que concentraron las tensiones de raza, género y etnicidad (Handler, 2000). En los noventa se consumó finalmente la reforma bajo la presidencia de Clinton.

[15] “Lejos de dejar el valor del dólar a merced del mercado y de la ortodoxia monetaria, Washington volvió después de 1984 a la intervención deliberada a través de la presión diplomática”. (Hobsbawm: 1998: 412)

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