La huida de la insubordinación: sobre rupturas y continuidades de modelos de producción.
Luis A. Escobar (2006)
En este
trabajo se intentará establecer una aproximación, a través de una indagación
bibliográfica, al análisis de los modelos de producción -junto con los patrones
de dominación concretos que generan- que se construyen desde la posguerra hasta
la década del noventa del siglo XX.
Para ello se
tendrá en consideración cómo se comienza a conformar un nuevo modelo de
producción que comienza a cristalizar definitivamente después de la segunda
guerra mundial (primer punto) y comienza a hacer crisis a fines de los sesenta
y setenta (segundo punto) para reestructurarse paralelamente en ese mismo
período y aparecer con una nueva forma, aunque aún no definida, en la década
del ochenta y principios de los noventa (punto tres).
Si bien no se
trata de un trabajo exhaustivo y con conclusiones cerradas –dadas las modalidades
mismas intencionadas a explorar- se recurre a algunos ejemplos concretos para
lograr establecer un buen anclaje para el relato.
.Construcción e imposición
de un nuevo patrón de dominación.-
Retomando el
planteo de Holloway, la adopción de políticas keynesianas formó parte
importante del establecimiento de un nuevo modelo de relación capital
– trabajo.
Esta relación
comenzó a construirse a partir de una innovación fundamental que introduce en
EEUU Henry Ford: el contrato de cinco dólares por día de trabajo (1914); esto,
para Holloway, constituye un reconocimiento implícito de la dependencia del
capital respecto del trabajo y un intento de reformular el poder del trabajo[1] (el poder de no trabajar) a través de
una demanda monetaria de mercancías.
La gradual
consolidación de una producción fordista estaba asentada, en tal caso, sobre un
intercambio entre un alto nivel de alienación en el trabajo y un consumo
creciente después del trabajo.
La difusión del
fordismo, como nueva relación en el trabajo, trajo aparejada un nuevo
tipo de obrero en masa[2].
Pero a su vez, el trato fordista había situado al salario como punto
central en esta nueva relación. Como efecto incluido, las luchas ya no se
situaban en la producción, sino, en la recompensa monetaria. La
derivación final del contrato fue la organización de los obreros en masa en
sindicatos, que tendrían como objetivo central, la negociación de niveles más
altos de recompensa, el reconocimiento de estos sindicatos y la institucionalización
de la negociación colectiva del salario.
Fue así que el descontento
de los trabajadores –representado en el poder del trabajo- fue transformado
en demanda y regulado a través de contratos salariales anuales. Los
sindicatos se convirtieron en los administradores del descontento
canalizando el conflicto hacia la forma de demanda monetaria para ser negociada
en el proceso del contrato salarial.
Esta relación que
tomaba forma en los EEUU, aún más concreta en la década del treinta[3],
entre capital y trabajo, -forjada por la presión social y con fuerte
resistencias-,tenía una fuerte competencia de modelos alternativos[4],
y, sobre todo, las condiciones decisivas no habían sido establecidas.
La nueva relación
lograría traducirse definitivamente a través de la segunda guerra mundial, ya
que fue “(...) la culminación de los esfuerzos de reestructuración del período
de entre-guerras (...) por primera vez en cerca de cincuenta años, el capital
tenía las bases sobre las cuales podrían proseguir la acumulación y la
explotación con vigor, una base sobre la cual podrían construir una nueva
apariencia de estabilidad (...)”. (Holloway, 1994: 51-52)
El cambio en las relaciones
fue posibilitado por la depresión, el fascismo y la guerra que, a su vez,
se combinaron con las innovaciones administrativas asociadas al fordismo y las
nuevas tecnologías, para posibilitar finalmente el despegue de un nuevo modelo
de acumulación y un nuevo patrón de dominación.
El firme
establecimiento de una nueva relación entre el Estado y la economía (como el
que Keynes, Beveridge, Roosevelt y otros reformadores del período entre–guerras
pensaron) pudo ser exitosa solamente sobre las bases del cambio en las
relaciones de trabajo.
La nueva ortodoxia
consistía en que el Estado debía asumir responsabilidad por la economía,
interviniendo donde fallara el mercado, para estimular la producción y mantener
el pleno empleo. El rol del Estado en tiempos de crisis era administrar la
demanda, estimulándola a través del financiamiento deficitario –gasto estatal
basado en la expansión del crédito-.
La intervención
del Estado en la economía implicaba que, mientras que en el mercado el
“plusvalor” producido por los trabajadores es distribuido entre los capitales
individuales, ahora el Estado canalizaba una porción significativa de
aquel a través de la imposición fiscal (en cualquier forma) y la reorientaba
a través del gasto para proveer las mejores condiciones posibles para la
acumulación del capital.
Lo novedoso de
esto no radica en esta función en sí –que es característica de cualquier Estado
capitalista-, sino en la escala en que ésto era legítimo y, también, en la
canalización de los derechos monetarios sobre el “plusvalor” futuro a fin de
mantener condiciones favorables para la producción de plusvalor. La
administración de demanda significaba el uso del crédito y, a través de
esto, la creación de derechos monetarios
sobre el plusvalor aún inexistentes, con el objetivo de estimular la
acumulación. Inherente a este proyecto era el divorcio entre acumulación
monetaria y acumulación real.
Las presiones por
los salarios más altos ya no se veían como una amenaza a las ganancias, sino
que era una posibilidad de demanda de mercancías –el trabajo pasa a ser dos
extremos dentro del aparato productivo, fuente de producción y fuente de demanda-:
“El poder del trabajo fue reconocido en la forma de la demanda [mediada por los
sindicatos-L.E.] y la administración de la demanda se convirtió en la meta
principal de las políticas estatales (...) el poder del trabajo fue reconocido,
contenido y aprovechado para convertirse en una fuerza de desarrollo
capitalista.” (Holloway, 1994: 57)
Por otro lado, es
importante considerar que un rasgo fundamental de la posguerra fue la posición
predominante de un Estado, EEUU. Esto posibilitó el establecimiento de formas
internacionales de regulación que no eran posibles en el período anterior[5].
Estas nuevas formas tuvieron una doble función: consolidar la posición
dominante de EEUU y proveer una base internacional más estable para la
acumulación del Capital[6].
Así Bretón Woods
(1944) estableció que el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Acuerdo
General de Aranceles y Comercios (GATT) de 1947 y, finalmente, el Plan
Marshall, fueran componentes de esta estrecha vinculación de lo económico y lo
político en el nivel internacional –parte fundamental de la estabilidad de
posguerra-. Es decir, el establecimiento de un sistema monetario internacional
sentó las bases de una versión internacional de la expansión inflacionaria del
crédito, la cual ya había consolidado un consenso a nivel nacional en EEUU.[7]
Ahora los
movimientos de ataque y de defensa del Capital estaban estrechamente
coordinados a un nivel nacional e internacional.
El modelo de
producción fordista en masa se había establecido entonces, no sólo en EEUU,
sino en Europa después de la guerra, a través de las economías de escala
nacionales. Esto trajo un marcado incremento de la productividad con un
trasfondo de estabilidad que hizo posible, en los años cincuenta, decir al
Primer Ministro británico Macmillan “jamás la han pasado tan bien”.
.El fin de una relación: la crisis.-
A fines de los
sesenta las relaciones capital–trabajo comenzaron a desintegrase. El equilibrio
que había conseguido el keynesianismo, en tanto patrón de dominación, con el
establecimiento de un nuevo modelo de relación había variado.
La crisis del
keynesianismo fue la crisis de un patrón particular de contención del poder de
trabajo, la relación previamente establecida entre capital y trabajó se
fracturó.
La alienación bajo
los métodos de producción fordista -con un grado sin precedentes de trabajo
repetitivo no calificado- alcanzó, en tanto contradicción, niveles extremos, y
se expresó como una rebelión, no por el control del trabajo, sino contra el
trabajo como tal.
Frente a la
rigidez y la rebeldía, el dinero era el gran lubricante. La
negociación de incrementos salariales fue el principal medio por el cual las
administraciones de las empresas superaban sus propias rigideces, e introducían
cambios en las prácticas laborales.
Conforme la
protesta contra el trabajo crecía, la canalización del descontento se tornó al
mismo tiempo más efectiva y costosa. El control salarial y el control del poder
sindical llegaron a ser la preocupación dominante del período.
A pesar de la lucha de la clase obrera, la
tasa de la explotación no descendió. La creciente mecanización del proceso
de producción hizo el trabajo más productivo, de manera que el plusvalor
apropiado por el capital continuó incrementándose. Lo que cambió fue que la
explotación se volvió mas costosa para el capital, debido a que el
capital invertía cada vez más en maquinarias y materia primas con el fin de
explotar más efectivamente a los obreros. Entonces la tasa de ganancia bajaba,
mientras que, contrariamente, crecía la tasa de explotación.
Otra
característica del aumento de los costos de explotación –pero esta más
novedosa- fue la expansión del Estado, que trajo aparejado costos muy grandes
para el capital. Los gastos del Estado constituyeron una deducción del
plusvalor disponible para la acumulación (ver arriba, pág. 3). El Estado
keynesiano de posguerra contribuyo tanto a la efectividad como a la estabilidad
de la explotación, pero tuvo su costo.
El costo final de
la contención del poder del trabajo fue la inestabilidad monetaria latente. La
expansión del crédito había sido la clave para mantener la estabilidad social
del patrón keynesiano de bienestar.
Sin embargo, la
expansión del crédito no era plenamente controlada por los Estados nacionales,
principalmente por dos razones: por un lado, la creación del crédito durante la
posguerra surgió principalmente de la expansión de los préstamos bancarios al
sector privado (ya sea en créditos de producción para empresas[8]
o en créditos de consumo proporcionados a los individuos); por otro lado, esta
expansión crediticia fue exacerbada por el desarrollo de un mercado de dólares
fuera de EEUU (los llamados “eurodólares”), creando reservas ajenas al control
estatal que precarizaron la convertibilidad del dólar en oro. Como corolario,
las monedas nacionales -al estar atadas al dólar mediante tasas fijas de
cambio- comienzan a generar desequilibrios crónicos en las balanzas de pagos,
conduciendo a una especulación intensa contra las mismas.
La cronología es
harto alusiva al respecto: 1967: especulación y devaluación de la libra
esterlina; 1971: la administración Nixon denuncia la inconvertibilidad del
dólar en oro; 1973: abandono del principio de tasas de cambio fijas.
El ascenso del
descontento y la caída de las ganancias resquebrajaban por todos lados la
instancia keynesiana de “conciliación armoniosa” de la conflictividad social
-que garantizaba el desarrollo capitalista-. La destrucción del sistema
monetario y financiero de Bretton Woods acabó con el relativo aislamiento,
elemento esencial para la concepción keynesiana de la intervención estatal. Las
tensiones encontraron su expresión en la aguda recesión de 1974-1975[9]:
caída estrepitosa de la producción en todos los países principales, la
inflación y el desempleo se elevaron y el flujo de “petrodólares” dentro del
mercado de eurodólares acrecentó la volatilidad del sistema monetario.
En este contexto,
los países más industrializados adoptaron la decisión de incorporar políticas
nacionales de restricción de la emisión monetaria y del gasto fiscal tendientes
a erradicar la inflación. Esta fórmula mostraba la nueva preocupación de los
gobiernos por establecer el equilibrio de sus cuentas externas y los primeros
indicios de una nueva perspectiva económica[10].
Así el capital en
su forma líquida de dinero, rompe las relaciones previas (con el Estado y con
el proceso productivo en general[11]),
desempeñando un papel central para la ruptura y reestructuración de los
patrones de dominación.
Mientras que el patrón de
dominación keynesiano entra en una decadencia terminal, vinculada a la
desintegración de la relación capital-trabajo traducida en el modo de
producción fordista, también en paralelo esta asociada a “(...) la
reestructuración más general de la economía mundial que ha venido ganando
terreno desde mediados de los setenta.” (Jessop, 1999: 93)
Estos cambios de
tendencias se pueden agrupar bajo la denominación de postfordismo[12],
entre las cuales se presentan: el surgimiento de nuevas tecnologías nodales
como fuerzas motivadoras y portadoras del crecimiento económico continuado
y la competitividad estructural; el
avance acelerado de circuitos globales de flujos de capital monetario y
real; el cambio de paradigma de un modelo fordista de crecimiento (basado en
producción masiva, economías de escala y consumo de masas) a un modelo
orientado por una producción flexible, la innovación, las economías de alcance,
las rentas de innovación y patrones de consumo en rápido cambio y
diferenciación; redefiniciones de la jerarquía macroeconómica global hacia el
reconocimiento de la importancia central de tres polos supranacionales de
aumento (basados en las hegemonías regionales de EEUU, Alemania y Japón) en
creciente interpenetración, así como cambios en las jerarquías nacionales
dentro de las regiones de esta “tríada de poder”, y el resurgimiento gradual de
economías regionales dentro de las economías nacionales.
El aumento del papel de
los sistemas estatales supranacionales (evidenciados en su interés por fomentar
la competitividad estructural dentro de los territorios en que se mueven), el
papel más fuerte del Estado local (con un mayor énfasis en la regeneración
económica, la competitividad y las nuevas formas de asociación local para
orientar y promover el desarrollo de los recursos locales) y una creciente
vinculación entre los Estados locales a nivel de una cooperación
transfronteriza, llevan al “vaciamiento” del Estado-nación: las capacidades
para traducir su autoridad y soberanía en un control efectivo están limitadas
por un complejo desplazamiento de poderes, aunque mantiene muchas de sus
funciones de dirección central (incluyendo los atributos de la autoridad
ejecutiva central y de la soberanía nacional así como los discursos que lo
sostienen).
En este contexto, se puede
hablar de la emergencia del Estado de Trabajo Schumpeteriano (ETS) como forma
del Estado capitalista contemporáneo para responder a las tendencias de crisis
del patrón de
dominación keynesiano y para desempeñar funciones en una economía abierta.
Sus rasgos específicos son el interés explícito (en materia de
política económica) en promover las diversas condiciones que producen ofertas
de innovación, economías de alcance y competitividad estructural, y el interés
(en materia de política social) de promover la flexibilidad, reconversión
y competitividad del mercado laboral
(que en cuanto al salario se observa el paso de entenderlo como fuente de
demanda a concebirlo como costo de producción). Es así que se da, por parte de
los Estados, el abandono de las preocupaciones redistributivas basadas en la
ampliación de los derechos al bienestar en favor de unos intereses más
productivistas y ahorradores de costos en una economía abierta.
En
general toda la intervención económica tomo forma del desarrollo orientado más
por la oferta que la demanda. “El ETS ... se compromete a intervenir el lado de
la oferta para promover la innovación permanente y mejorar la competitividad
estructural; y va más allá del simple recorte del bienestar social para
reestructurarlo y subordinarlo a las fuerzas del mercado” (Jesoop, 1999: 86)
Dentro del marco propuesto para el ETS, surge en la actualidad el
modelo hegemónico llevado a cabo por EEUU y denominado workfare state. Éste se puede entender como “trabajo asalariado
ciudadano”, que en EEUU se orienta a insertar al receptor de la ayuda social en
el mundo del trabajo (aunque este sea precario) como forma de acceso a
servicios sociales y subsidios a familias pobres y/o monoparentales[13],
los cuales fueron modificados en los ’90[14]:
se descentralizaron hacia los estados de la Unión y se establecieron rigurosas
condiciones laborales para su concesión (los perceptores deben conseguir empleo
inmediatamente y participar en programas de formación laboral o servicios
comunitarios), que de todos modos acaba a los dos años, con un límite
acumulativo de cinco años; si no observan esas condiciones o reinciden en
delitos o adicciones, son sancionados (reducción o supresión del subsidio).
De esta forma se busca obtener
el trabajo flexibilizado y forzado de la mano de obra poco calificada, la cual
ya no puede complementar su ingresos (en disminución desde los ’80) con los
proveídos por las anteriores políticas asistenciales: se incrementa así la
precariedad y pobreza masivas y crece aceleradamente las desigualdades que
alimentan la segregación y la criminalidad.
La
difusión de dicho modelo responde, en última instancia, a la importancia del
Estado norteamericano en su actuación e intervención discrecional en la
economía globalizada, creando una nueva y compleja relación sistémica entre
Estado y Capital: la dominación estadounidense global se lleva a cabo mediante
la reproducción inducida de la forma del poder imperialista dominante en el
interior de cada formación nacional y de cada Estado (y este último se responsabiliza
de mantener fluidas las relaciones complejas del capital internacional con la
burguesía local, en el contexto de lucha de clases y formas políticas e
ideológicas nacionales que se enmarcan en una coyuntura mundial dada).
La fuerte expansión de las multinacionales y capital financiero
estadounidenses a fines de los ’60 y principios de los ’70 se encontraba ante
“una sublevación generalizada a escala mundial contra el imperialismo
estadounidense” (Panitch, 2000), junto con propuestas radicales y anticapitalistas
que intentaban democratizar y controlar la economía; es por esto que el
préstamo del FMI a Gran Bretaña en 1976 constituyó la primer gran ruptura, ya
que impuso (mediante la intervención del departamento del Tesoro de EEUU) la
preferencia del capital financiero por la estabilidad de los precios y la
inversión privada frente a la política económica radical sostenida por el
partido laborista.
Además, el principio de supervisión y regulación estatal de los
sistemas financieros (internacionales y de cada país) sufrieron una
“americanización” de sus normas, mediante los esfuerzos de los departamentos de
Defensa y del Tesoro norteamericanos (y su proyección a través de los
mediadores internacionales de su hegemonía: Fondo Monetario Internacional, Organización
Mundial del Comercio, Banco Mundial) por alcanzar tratados internacionales y
acuerdos cooperativos en la materia desde 1974[15].
La huida del capital que ha moldeado al mundo de las últimas décadas,
no parece haber logrado una nueva subordinación del trabajo suficiente para
crear una base para un nuevo período de expansión capitalista. A pesar de todo
lo dicho sobre la reestructuración del proceso de trabajo y de la nueva
sumisión del trabajo, la importancia del flujo de capital líquido y la expansión
continua del crédito y de la deuda como forma de mantener el capitalismo
sugieren que la sociedad (todavía) no ha sido reestructurada lo suficiente como
para asegurar un nuevo período de subordinación-y-acumulación.
.Bibliografía:
-ARCEO,
E. (2002). “Hegemonía norteamericana, internacionalización financiera y
productiva, y nuevo pacto colonial”, en Ceceña,
Ana Esther y Sader, Emir
(coords.). La Guerra Infinita. Hegemonía y Terror Mundial. CLACSO.
Buenos Aires.
-JESSOP,
B. (1999). “¿Hacia un Estado de Trabajo Schumpeteriano? Observaciones
preliminares sobre la economía política postfordista.”, en Crisis del Estado
de Bienestar. Siglo del Hombre Ed., Colombia.
-HANDLER, J. (2000)
“¿Reformar o deformar las políticas de asistencia social?”, en NLR Nº 5.
Akal, Madrid.
-HOBSBAWM,
E.(1998), Historia del siglo XX, Ed. Crítica, Barcelona.
-HOLLOWAY, J. (1994). “Se abre el abismo.
Surgimiento y caída del Keynesianismo”, en Marxismo, Estado y Capital. La
crisis como expresión del poder del trabajo. Fichas Temáticas de Cuadernos
del Sur.
-LETTIERI,
A. (2004). La civilización a debate. De las revoluciones burguesas al
neoliberalismo. Ed. Prometeo, Buenos Aires.
-PANICHT,
L. (2000). “El nuevo Estado imperial”, en NLR N° 3. Akal, Madrid.
-TORRES
LÓPEZ, J. (2000). “Las políticas frente a la crisis” y “El efecto perverso del
neoliberalismo: la crisis de los noventa”, en Desigualdad y crisis
económica. Sistema, Madrid.
[1] El autor argumenta que hay una
conformación del “poder del trabajo” a partir del poder de los explotados para
resistir la explotación, es la fuente constante de la reproducción de la
inestabilidad del Capital, que si bien entonces controlaba la vida de los
trabajadores también dependía de su trabajo para su supervivencia.
[2] En contrapartida de la
especialización creciente que estaba impregnando el mundo del trabajo, el
obrero en masa representaba una cantidad de mano de obra no calificada
trabajando en grandes fábricas. Las mismas estaban montadas sobre una
fragmentación del trabajo en tareas minuciosas y finamente calculadas, y la
siguiente integración de esas tareas a la operación de maquinaria dedicada a un
proceso específico. Esto conformó una producción masiva y muy poco flexible,
sencillamente, rígida.
[3] Y que comenzaba a tener su correlato
político –difuso, contradictorio y aún poco estructurado- en el New Deal de
Roosevelt; el “nuevo partido (reparto)” aún no estaba establecido.
[4] “(...) los acontecimientos del
período 1929-1933 hicieron imposible, e impensable, un retorno a la situación
de 1913. El viejo liberalismo estaba muerto o parecía condenado a desaparecer.
Tres opciones competían por la hegemonía político-intelectual. La primera era
el comunismo marxista (...) la segunda opción era un capitalismo que había
abandonado la fe en los principios del mercado libre, y que había sido
reformado por una especie de maridaje informal con la socialdemocracia moderada
de los movimientos obreros no comunistas (...) La tercera opción era el
fascismo, que la depresión convirtió en un movimiento mundial o, más
exactamente, en un peligro mundial.” (Hobsbawm, 1998: 114)
[5] Breton Woods fue un sistema basado en
acuerdos entre los estados que otorgaba a EEUU un lugar hegemónico ya que
estaba construido alrededor del reconocimiento del dólar como moneda
internacional clave. Esto fue posible por la arrolladora fuerza del capital
estadounidense , claramente establecida después de la guerra. El dólar y el oro
se establecieron como moneda internacional, siendo el dólar convertible en oro,
en una paridad fija. Las monedas nacionales fueron atadas al dólar por tasas
fijas de intercambio, que podrían ser alteradas solamente en caso de
desequilibrio fundamental: el nuevo Fondo Monetario Internacional iba a
proporcionar dinero para superar desequilibrios a corto plazo. El sistema
estaba orientado a posibilitar en cada país el control del capital financiero y
la asunción del rol central del capital productivo con el apoyo –en virtud de
garantizar el pleno empleo- de la clase obrera. (Arceo, 2002:69 y Holloway
1994: 66)
[6] La integración más intensa de los
Estados dentro del circuito del capital hace que aquellos no sólo traten de
desviar flujos de capital (dado que los flujos del capital son inherentemente
internacionales) a sus territorios particulares, sino que también existan como
modos particulares de regulación dentro de dichos flujos, esto implica que
cualquier falla en cualquier Estado puede crear problemas en el conjunto
del circuito internacional del capital.
[7] En 1933 la administración Roosevelt abandonó
el patrón oro, desvinculando la administración de la economía nacional de las
presiones del mercado mundial, lo cual permitió a dicho gobierno responder a la
intensa presión social.
[8] La expansión crediticia creció en la
medida en que el capital buscó salidas alternativas a la inversión productiva,
es decir, salidas más rentables y seguras que contrarrestaran la tasa
decreciente de ganancias.
[9] La caída de Bretón Woods precipito a los países productores de petróleo, reunidos en la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo), a cuadriplicar el precio del barril de petróleo crudo en 1973, lo que derivó en el colapso de los países dependientes de dicha materia prima para el funcionamiento de sus economías. La subida del precio del petróleo (con picos en 1973 y 1979) que determinaba definitivamente la generalización de los tipos de cambio flexibles, más la inflación acentuada y el desempleo, contribuyeron a conformar un fenómeno denominado desde entonces como “estanflación” (consolidación de un círculo vicioso impregnado de inflación crecientemente descontrolada y el estancamiento constante de la economía).
[9] La caída de Bretón Woods precipito a los países productores de petróleo, reunidos en la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo), a cuadriplicar el precio del barril de petróleo crudo en 1973, lo que derivó en el colapso de los países dependientes de dicha materia prima para el funcionamiento de sus economías. La subida del precio del petróleo (con picos en 1973 y 1979) que determinaba definitivamente la generalización de los tipos de cambio flexibles, más la inflación acentuada y el desempleo, contribuyeron a conformar un fenómeno denominado desde entonces como “estanflación” (consolidación de un círculo vicioso impregnado de inflación crecientemente descontrolada y el estancamiento constante de la economía).
[10] De hecho fue la fórmula
definida en la Conferencia de Tokio en julio de 1979, en el marco del Grupo de
los Cinco -Alemania, Japón, Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña-. (Lettieri,
2004: 425)
[11] Recordemos que el dinero –a
través del salario- era un punto central del contrato fordista de producción.
[12] Es interesante observar que
postfordismo puede aplicarse en tanto el desarrollo implica continuidades y
discontinuidades en un modelo de producción y un patrón de dominación; así
mientras las continuidades están dadas por las crisis del fordismo y el
keynesianismo, las discontinuidades son introducidas por los cambios propios de
la reestructuración.
[13] En cuanto a la asistencia
social, es importante recalcar que en el desarrollo histórico de los
Estados Unidos aquella no se articula en el reconocimiento de un derecho
general (universal), sino en una serie de derechos de grupos individuales en la
escala social: ancianos, madres solas, desocupados, etc. Lo que prima es una
idea de reciprocidad, ya que a cada beneficio le corresponde una prestación.
Esto se debe a que la pobreza (y sus consecuencias) no es concebida como un
elemento estructural sino como una problemática individual.
[14] Desde 1980 el sistema
político ha estado obsesionado por la reforma de estas políticas (políticas que
se vieron cada vez más recortadas debido al aumento y el desvío hacia los
gastos militares). Pero, dado los considerables cambios económicos
implementados durante esta década, los subsidios se mantuvieron (auque bajo un
amplio cuestionamiento) y sirvieron, no sólo para la contención frente a los
aquellos, sino también, como “pararrayos” ya que concentraron las tensiones de
raza, género y etnicidad (Handler, 2000). En los noventa se consumó finalmente
la reforma bajo la presidencia de Clinton.
[15]
“Lejos de dejar el valor del dólar a merced del mercado y de la ortodoxia
monetaria, Washington volvió después de 1984 a la intervención deliberada a
través de la presión diplomática”. (Hobsbawm: 1998: 412)
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